2.9.09

Sin lugar para sufrir

Estos días he estado en Huesca, visitando el pueblo de mi padre cuyo censo no llega ni a cien habitantes. Y el pasado lunes, por primera vez, entré en el cementerio, un patio desangelado y pequeño con un par de chopos y algunas particularidades: nunca se cierra con llave (total...), los nichos son desiguales entre sí (porque a nadie se le ocurrió usar un metro antes de empezar a poner ladrillos), y hay una correlación casi exacta entre la vecindad de las casas y la proximidad de las lápidas, es decir, que los que son vecinos en vida también lo son después de muertos. Como en un gran tablero vertical de Monopoly. El lugar, en fin, infunde poco respeto y todavía menos miedo.

Mi tía, mi prima y yo constituíamos esa tarde una bonita estampa costumbrista, comiendo higos en el huerto, cuando vimos a mi padre entrando en el camposanto con una escalera larga. Intrigadas, dejamos los higos y fuimos tras él a ver qué se proponía, no sin antes llenarnos los bolsillos con las almendras de un árbol próximo a la puerta.

Y ahí lo encontramos, sobre la escalera, en el primer muro entrando a mano izquierda, midiendo con normalidad de ensayo general (no podía recordarme más al cuento "Simulacros" de Cortázar) el nicho más alto de la última columna de la derecha: el suyo. Mientras, mi tía y mi prima recorrían por enésima vez la ruta de los restos familiares, y yo concentraba mis esfuerzos en buscar una piedra suficientemente grande capaz de cascar las almendras. Después de bregar un rato sentada en el suelo, fui hasta mi padre, que seguía encaramado con el lápiz en la oreja, y le ofrecí un montón de frutos pelados con la mano abierta. Él cogió un par o tres y aprovechó para pedirme que sujetara el metro; quería dejar hecha una placa a medida con nuestros apellidos grabados. El hombre es herrero desde que recuerda y, por lo que parece, lo va a ser hasta el fin.

"A mí que me entierren en el huerto", dijo mi prima ya saliendo. "¿Con los tomates, con las judías o debajo de la higuera?", le pregunté, socarrona. "Donde menos moleste", contestó ella sin darse más importancia.

En la calle nos esperaba mi tío con dos preguntas más bien retóricas: qué coño habíamos ido a hacer al cementerio y si alguna vez iba a ser posible cenar a la hora en aquella casa.

5 comentarios:

Rubén dijo...

Magnífico!

Ana Portolés dijo...

Hombre! Gracias!

Josita dijo...

Pues a mí también me ha gustado. :-)
Además hace unas semanas también estuvimos cogiendo higos de las higueras de mi abuela y Rafa labrando con un cacharro a motor. Que te cuente! :-)

Ana Portolés dijo...

¿Rafa? ¿Rafa Geekmenez? ¿Labrando? ¿Hay fotos?

Anónimo dijo...

Pues sí niña, se te da muy bien! Por cierto, al hombre del lápiz en la oreja le prometí un día que lo invitaba a comer a casa...
Laia

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