18.9.09

A por el loco

Segundo jueves de septiembre: las galerías de arte disparan nueva temporada, todas a la vez. La ciudad se pone espléndida en la tarde, pero a mí me invaden las ganas de rastrear cloacas. ¿Qué gracia tienen los valores seguros? Hay que ir a por el loco, me digo, igual que hay que ir a por el pan.

Nada mejor que una sala pequeña en una calle pequeña. Nada mejor que una pintora que aún es camarera. Nada mejor que una loca que no es de aquí, ni vive aquí, ni le gusta esto. Una que no quiere ser famosa, ni siquiera fichar por una gran galería. Una joven kamikaze con un chaleco lleno de bombas.

Dan las nueve. Empieza la música. Irene se enfrenta en directo a un lienzo en blanco. Setenta personas esperan un milagro. Ella mira el rectángulo virgen, sin ninguna prisa, durante un par de incómodos minutos, antes de coger un pastel rojo y titular la obra: “La vida”. Luego se agacha y coge un pan redondo de cuarto, lo unta con pegamento y lo sostiene contra la tela durante un minuto para que se fije bien. Se agacha de nuevo: y otro pan. Lo pega también. Lo aguanta lo suyo. Coge el tercero y ya tenemos tres en raya, pero entonces cuatro personas se levantan y se van. Sexto y contando. La miro de espaldas con el brazo estirado y el décimo pan en alto, por encima de su cabeza de nuca despejada, y tomo conciencia de que estoy pasando el jueves en una galería para guiris viendo cómo una tía de 26 años pega hogazas sobre un bastidor. Un perro y su dueña abandonan la primera fila molestándonos a todos. La chica de delante decide irse y tira de una patada una lata de cerveza que se derrama en el suelo. Hasta cuatro personas le ofrecen pañuelos de papel. A mí me ofrecen un chicle mientras Sonia me explica que Schiele y que el Fluxus. Se retiran otros diez. El sonido del show, ahora, se compone de gemidos, alaridos y gritos histriónicos de mujer, a un volumen muy alto. Me siento como si viera a mi abuela atracar un banco disparando mandarinas, me río para mis adentros y deseo que el sinsentido se alargue toda la noche, sobre todo porque el público que ha llegado al pan 14 ya no sabe dónde meterse. Ah, me encanta estar ahí.

-Son cuarenta y ocho –me dice el de detrás.
-¡¿Cuarenta y ocho?! ¿Cómo lo sabes? –me intereso sin quitarle ojo al cuadro y reprimiendo las ganas de llevarme los dedos a la boca para silbar.
-Porque acabo de volver con ella de la panadería –me contesta, y nos reímos juntos.

Pero, para mi desgracia, Irene se para en el 26 y se lía a escribir frases de la Biblia hasta que llega abajo. Un salpicón de pintura oscura sobre los panes da por terminada la obra, y sólo entonces la chica retira con decisión, de una en una, las telas negras que ocultan el resto de cuadros de la exposición. Gran aplauso. Irene abraza a su novia deejay y sonríe ampliamente mirando al suelo. En realidad nadie ha entendido nada, pero eso es lo de menos. La mayor ventaja de ver a alguien haciendo exactamente lo que le apetece es que el resultado siempre es incomparable, perfecto en sí mismo. Y es como si en toda la tierra no existiera nada más.

-Tía, los tienes cuadrados -le digo más tarde.
-Calla, que me duele mucho el brazo.

2.9.09

Sin lugar para sufrir

Estos días he estado en Huesca, visitando el pueblo de mi padre cuyo censo no llega ni a cien habitantes. Y el pasado lunes, por primera vez, entré en el cementerio, un patio desangelado y pequeño con un par de chopos y algunas particularidades: nunca se cierra con llave (total...), los nichos son desiguales entre sí (porque a nadie se le ocurrió usar un metro antes de empezar a poner ladrillos), y hay una correlación casi exacta entre la vecindad de las casas y la proximidad de las lápidas, es decir, que los que son vecinos en vida también lo son después de muertos. Como en un gran tablero vertical de Monopoly. El lugar, en fin, infunde poco respeto y todavía menos miedo.

Mi tía, mi prima y yo constituíamos esa tarde una bonita estampa costumbrista, comiendo higos en el huerto, cuando vimos a mi padre entrando en el camposanto con una escalera larga. Intrigadas, dejamos los higos y fuimos tras él a ver qué se proponía, no sin antes llenarnos los bolsillos con las almendras de un árbol próximo a la puerta.

Y ahí lo encontramos, sobre la escalera, en el primer muro entrando a mano izquierda, midiendo con normalidad de ensayo general (no podía recordarme más al cuento "Simulacros" de Cortázar) el nicho más alto de la última columna de la derecha: el suyo. Mientras, mi tía y mi prima recorrían por enésima vez la ruta de los restos familiares, y yo concentraba mis esfuerzos en buscar una piedra suficientemente grande capaz de cascar las almendras. Después de bregar un rato sentada en el suelo, fui hasta mi padre, que seguía encaramado con el lápiz en la oreja, y le ofrecí un montón de frutos pelados con la mano abierta. Él cogió un par o tres y aprovechó para pedirme que sujetara el metro; quería dejar hecha una placa a medida con nuestros apellidos grabados. El hombre es herrero desde que recuerda y, por lo que parece, lo va a ser hasta el fin.

"A mí que me entierren en el huerto", dijo mi prima ya saliendo. "¿Con los tomates, con las judías o debajo de la higuera?", le pregunté, socarrona. "Donde menos moleste", contestó ella sin darse más importancia.

En la calle nos esperaba mi tío con dos preguntas más bien retóricas: qué coño habíamos ido a hacer al cementerio y si alguna vez iba a ser posible cenar a la hora en aquella casa.

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