16.12.09

Mi otro amigo

Hace seis o siete años que conozco a David. Desde entonces ha estado en todos mis cumpleaños. Recibo su felicitación analógica cada Navidad. Y es de las pocas personas que han estado en todas mis casas. Cuando nos vemos solemos ir al teatro (me encanta su media sonrisa cuando la obra le gusta) y luego a beber por ahí. Pero ni siquiera a las cinco de la mañana, bien calientes de barra, somos capaces de hablar de según qué. Es así. Nunca hablaría de amor con mi tío, ni de la muerte con mi hermano, ni de marranadas con David.

Por eso me quedé sin respiración aquella tarde en el Marsella. Él me enseñaba un libro de poemas que pensaba presentar a un concurso, yo leí dos o tres al azar, y él acabó por señalarme uno en particular: "Dies de 1997". "Diga'm que et sembla", dijo con mucha tranquilidad. Y así me metí en lectura, con los ojos cada vez más abiertos y la garganta cada vez más cerrada. La poesía en cuestión trataba de una follada a sangre fría sin concesiones románticas, y recuerdo ese momento como la primera vez en mi vida que no supe qué hacer, qué pensar, qué decir, ni hacia dónde mirar. Creo que repasé todas las botellas de licor de la estantería más alta mientras dije alguna vaguedad antes de cambiar de tema.

No me puedo creer que hoy lo haya subido al tubo. Vuelvo a no saber dónde meterme. Si no lo conociera, esa poesía me daría lo mismo. Si no me tuviera acostumbrada a esa prosodia suya de vaivén de mecedora, si no fuera siempre tan considerado y caballeroso, si no le hubiera dejado callar tanto. Si no fuera un hombre.

(Esbozo de Mr. Hyde, de Javier Olivares.)

11.12.09

Programación neurolingüística

Una pena, lo de Vila-Matas. Tan capaz y tan aburrido. Haced la prueba: coged cualquiera de sus textos, copiadlo en una hoja en blanco y subrayad a dos colores; con rojo las acciones -verbos- que el autor/narrador lleva a cabo de cuello para arriba, y con verde las de cuello para abajo. Veréis qué diferencia. Su último artículo para El País Semanal, "La lluvia en Brighton", sin ir más lejos, es el culmen de lo que estoy diciendo. "Recuerdo", "veo", "pensé", "me parecía", "sentí", "había previsto", "reparé", "me acuerdo", "comprendí", "había leído" y la gran cabriola "escapé del guión y pasé a modificar los aspectos más ásperos de lo que pensaba" van en rojo. "Escribí", "me acercaba a la ventana" y "bajé (...) al supermercado a comprar café", en verde, en un exceso.

Entiendo que no se aprende a escribir en la calle sino con una pierna esposada al escritorio. Pero también entiendo que si no pisas la acera pronto no habrá nada sobre lo que escribir. La habitación de hotel, el barito de turno y la mollera de uno pueden servir de filón por un tiempo, pero cuando los pensamientos empiezan a retroalimentarse (solo en ese texto hay quince palabras que derivan del verbo pensar), es como cuando el cuerpo humano empieza a absorber las proteínas de sus propios músculos tras varias semanas de ayuno. También se parece a comerse los mocos, y a hablar de los muertos.

¿Por que no escribe directamente tratados de filosofía, o se crea un alter ego pelín más sanguíneo, o tira de invención en vez de vivencia? ¿Por qué nos martiriza con esa primera persona rumiante y pasiva, observadora y estanca? ¿Por qué no aprovecha todo su ingenio y estilo para salir del huevo?
Me conformaría, de verdad, con leerle un puñetazo encima de la mesa.

(En la imagen, "Insomnia" de Jeff Wall.)

10.12.09

Perdidos

Vengo de comisaría. Mi D.N.I. caducó hace año y medio, pero como a mí me importaba un bledo y a los demás dos, ha hecho falta un trabajo nuevo y un sol radiante para que valiera la pena el paseo. En la puerta un cincuentón malas pulgas me ha asignado un número e indicado el camino con la barbilla. Y he acabado en un rincón, contagiada de mala leche junto a un poster terrible de fotos de desaparecidos. A veces es tan fácil ponerse existencialista.

Pasar año y medio sin identidad no es ninguna tontería, y mi caso respondía al deseo de paz y de olvido. Por eso, porque cree el ladrón, he mirado fijamente a los desaparecidos tratando de averiguar si alguno no estaría en esa pared por vocación pura y dura (como en el párrafo 15 de aquí).

Pero no he tenido tiempo de intimar con ellos, porque de reojo he visto un hueco prometedor y me he sentado en una mesa vacía. Nadie me ha pedido el número. No me ha hecho falta pronunciar ni una palabra. Ni siquiera me han multado por la demora (me lo hubiera tomado como un reconocimiento personal). Diez minutos después, volvía a respirar polución bajo el bonito sol invernal, y tomaba el camino a casa con la certeza de llevar en el bolso una auténtica castaña.

30.11.09

El tomate


"Hablaré de publicidad y también de tomates, porque las personas serias,
las que realmente valen la pena y tienen algo que decir, siempre hablan de tomates.
Actualmente los verdaderos filósofos ya solo hablan de tomates.
El tomate encierra un secreto y estamos a punto de descubrirlo."


Arturo San Agustín
El Periódico de Catalunya
Miércoles 11 de noviembre de 2009

(Lo de la foto es "Bycicle Wheel" de Marcel Duchamp.)


No tengo idea de por qué, pero el suceso primordial es siempre tabú. Lo que está pasando, lo más importante de todo lo que ocurre en este momento es, precisamente, lo que no se puede decir. Y si se puede es que ha dejado de importar o nunca fue para tanto. Ese es el mayor problema de cualquiera que escriba públicamente. O la mayor suerte, según, porque hay novelas de quinientas páginas, trescientas mil palabras, que nunca se hubieran escrito de poder nombrar, escribir, o siquiera pensar en una sola que nunca estará entre las demás. Pero no se puede, ni eso ni estornudar con los ojos abiertos, y así estamos: escribiendo y mintiendo, como bellacos.

Sí; es descorazonador. Lo único a lo que se puede aspirar es a envejecer e ir contando lo que ya no importa con la única pasión del recuerdo. Eso o aprender a marear muy bien la perdiz, o sea, no decir nada pero echarle gracia. Dicho esto, parece normal que los escritores, poetas y letristas de canciones románticas tengan más cara que espalda. Tú crees que hablan de amor con amor, pero resulta que solo se puede hablar de amor sin amor.
Que nadie se acerque a uno de ellos.

En las letras nunca estuvo ni estará la verdad, y en los cafés solo se dicen tonterías, así que a lo que hay que estar atentos es a la omisión: "Cese temporal de la convivencia matrimonial". Claro, la palabra oculta era divorcio, pero a quién le importa ahora que lo dicen hasta ellos.

3.10.09

Cultura popular

Creo que leerse un libro, un libro serio, antes era una cosa y ahora es otra. Cuando no había cómics, ni cine, ni canciones de rock debía de ser más fácil ponerse a leer. Pero hoy, con todos esos ruiditos, colorines y cosas que se mueven, prestarle atención a un objeto pequeño, quieto, mudo y en blanco y negro es un acto de voluntad. En fin, para qué dar más vueltas; soy una pésima lectora de libros.

Aun con todo, es muy dificil pillarme sin un libro, un libro serio, dentro del bolso, y más cuando presiento que el día va derecho a una sala de espera, como hoy. Porque una quiere instruirse y cultivarse, conocer lo que a una se le supone que conoce y, no sé, hacer aprecio a la gran suerte que es tener semejante legado cultural al alcance de la mano. Pero, por desgracia, hay una cosa que tienen en común todas las salas de espera del mundo: revistas del corazón. Y en menos de dos segundos se me han ido las manos detrás del papel couché rosa chicle, lleno de huellas dactilares grasientas acumuladas desde octubre de 2007. Sí, encima estaba caducada. Pero ¿qué son esos dos años comparados con los cien de mi libro de poemas de Rilke? Además, acabo de saber que Rilke era un tipo insufrible.

Y así es como he ido a parar a la increíble historia de amor de Seal y Heidi Klum. Ella: rubia, guapa y en la cresta de la ola. Él: negro, con secuelas de Lupus y olvidado por el gran público. Se acuestan. "Tengo que decirte algo: estoy embarazada." "¿Ya?" (Sin haber salido de la cama.) "No, imbécil, de otro." Y él dice que sin problema, que lo criará como a su propio hijo, y ella se queda embarazada de él dos o tres veces más. Y son felices todos juntos. Y hasta hoy.

Yo tenía las pupilas diluidas en el techo, como dos huevos fritos con la yema rota, y pensaba en lo fáciles que son a veces las cosas cuando me han dicho que ya podía pasar.

(La ilustración es de Sonia Pulido y se llama "Días de radio".)

18.9.09

A por el loco

Segundo jueves de septiembre: las galerías de arte disparan nueva temporada, todas a la vez. La ciudad se pone espléndida en la tarde, pero a mí me invaden las ganas de rastrear cloacas. ¿Qué gracia tienen los valores seguros? Hay que ir a por el loco, me digo, igual que hay que ir a por el pan.

Nada mejor que una sala pequeña en una calle pequeña. Nada mejor que una pintora que aún es camarera. Nada mejor que una loca que no es de aquí, ni vive aquí, ni le gusta esto. Una que no quiere ser famosa, ni siquiera fichar por una gran galería. Una joven kamikaze con un chaleco lleno de bombas.

Dan las nueve. Empieza la música. Irene se enfrenta en directo a un lienzo en blanco. Setenta personas esperan un milagro. Ella mira el rectángulo virgen, sin ninguna prisa, durante un par de incómodos minutos, antes de coger un pastel rojo y titular la obra: “La vida”. Luego se agacha y coge un pan redondo de cuarto, lo unta con pegamento y lo sostiene contra la tela durante un minuto para que se fije bien. Se agacha de nuevo: y otro pan. Lo pega también. Lo aguanta lo suyo. Coge el tercero y ya tenemos tres en raya, pero entonces cuatro personas se levantan y se van. Sexto y contando. La miro de espaldas con el brazo estirado y el décimo pan en alto, por encima de su cabeza de nuca despejada, y tomo conciencia de que estoy pasando el jueves en una galería para guiris viendo cómo una tía de 26 años pega hogazas sobre un bastidor. Un perro y su dueña abandonan la primera fila molestándonos a todos. La chica de delante decide irse y tira de una patada una lata de cerveza que se derrama en el suelo. Hasta cuatro personas le ofrecen pañuelos de papel. A mí me ofrecen un chicle mientras Sonia me explica que Schiele y que el Fluxus. Se retiran otros diez. El sonido del show, ahora, se compone de gemidos, alaridos y gritos histriónicos de mujer, a un volumen muy alto. Me siento como si viera a mi abuela atracar un banco disparando mandarinas, me río para mis adentros y deseo que el sinsentido se alargue toda la noche, sobre todo porque el público que ha llegado al pan 14 ya no sabe dónde meterse. Ah, me encanta estar ahí.

-Son cuarenta y ocho –me dice el de detrás.
-¡¿Cuarenta y ocho?! ¿Cómo lo sabes? –me intereso sin quitarle ojo al cuadro y reprimiendo las ganas de llevarme los dedos a la boca para silbar.
-Porque acabo de volver con ella de la panadería –me contesta, y nos reímos juntos.

Pero, para mi desgracia, Irene se para en el 26 y se lía a escribir frases de la Biblia hasta que llega abajo. Un salpicón de pintura oscura sobre los panes da por terminada la obra, y sólo entonces la chica retira con decisión, de una en una, las telas negras que ocultan el resto de cuadros de la exposición. Gran aplauso. Irene abraza a su novia deejay y sonríe ampliamente mirando al suelo. En realidad nadie ha entendido nada, pero eso es lo de menos. La mayor ventaja de ver a alguien haciendo exactamente lo que le apetece es que el resultado siempre es incomparable, perfecto en sí mismo. Y es como si en toda la tierra no existiera nada más.

-Tía, los tienes cuadrados -le digo más tarde.
-Calla, que me duele mucho el brazo.

2.9.09

Sin lugar para sufrir

Estos días he estado en Huesca, visitando el pueblo de mi padre cuyo censo no llega ni a cien habitantes. Y el pasado lunes, por primera vez, entré en el cementerio, un patio desangelado y pequeño con un par de chopos y algunas particularidades: nunca se cierra con llave (total...), los nichos son desiguales entre sí (porque a nadie se le ocurrió usar un metro antes de empezar a poner ladrillos), y hay una correlación casi exacta entre la vecindad de las casas y la proximidad de las lápidas, es decir, que los que son vecinos en vida también lo son después de muertos. Como en un gran tablero vertical de Monopoly. El lugar, en fin, infunde poco respeto y todavía menos miedo.

Mi tía, mi prima y yo constituíamos esa tarde una bonita estampa costumbrista, comiendo higos en el huerto, cuando vimos a mi padre entrando en el camposanto con una escalera larga. Intrigadas, dejamos los higos y fuimos tras él a ver qué se proponía, no sin antes llenarnos los bolsillos con las almendras de un árbol próximo a la puerta.

Y ahí lo encontramos, sobre la escalera, en el primer muro entrando a mano izquierda, midiendo con normalidad de ensayo general (no podía recordarme más al cuento "Simulacros" de Cortázar) el nicho más alto de la última columna de la derecha: el suyo. Mientras, mi tía y mi prima recorrían por enésima vez la ruta de los restos familiares, y yo concentraba mis esfuerzos en buscar una piedra suficientemente grande capaz de cascar las almendras. Después de bregar un rato sentada en el suelo, fui hasta mi padre, que seguía encaramado con el lápiz en la oreja, y le ofrecí un montón de frutos pelados con la mano abierta. Él cogió un par o tres y aprovechó para pedirme que sujetara el metro; quería dejar hecha una placa a medida con nuestros apellidos grabados. El hombre es herrero desde que recuerda y, por lo que parece, lo va a ser hasta el fin.

"A mí que me entierren en el huerto", dijo mi prima ya saliendo. "¿Con los tomates, con las judías o debajo de la higuera?", le pregunté, socarrona. "Donde menos moleste", contestó ella sin darse más importancia.

En la calle nos esperaba mi tío con dos preguntas más bien retóricas: qué coño habíamos ido a hacer al cementerio y si alguna vez iba a ser posible cenar a la hora en aquella casa.

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