Segundo jueves de septiembre: las galerías de arte disparan nueva temporada, todas a la vez. La ciudad se pone espléndida en la tarde, pero a mí me invaden las ganas de rastrear cloacas. ¿Qué gracia tienen los valores seguros? Hay que ir a por el loco, me digo, igual que hay que ir a por el pan.
Nada mejor que una sala pequeña en una calle pequeña. Nada mejor que una pintora que aún es camarera. Nada mejor que una loca que no es de aquí, ni vive aquí, ni le gusta esto. Una que no quiere ser famosa, ni siquiera fichar por una gran galería. Una joven kamikaze con un chaleco lleno de bombas.
Dan las nueve. Empieza la música.
Irene se enfrenta en directo a un lienzo en blanco. Setenta personas esperan un milagro. Ella mira el rectángulo virgen, sin ninguna prisa, durante un par de incómodos minutos, antes de coger un pastel rojo y titular la obra: “La vida”. Luego se agacha y coge un pan redondo de cuarto, lo unta con pegamento y lo sostiene contra la tela durante un minuto para que se fije bien. Se agacha de nuevo: y otro pan. Lo pega también. Lo aguanta lo suyo. Coge el tercero y ya tenemos tres en raya, pero entonces cuatro personas se levantan y se van. Sexto y contando. La miro de espaldas con el brazo estirado y el décimo pan en alto, por encima de su cabeza de nuca despejada, y tomo conciencia de que estoy pasando el jueves en una galería para guiris viendo cómo una tía de 26 años pega hogazas sobre un bastidor. Un perro y su dueña abandonan la primera fila molestándonos a todos. La chica de delante decide irse y tira de una patada una lata de cerveza que se derrama en el suelo. Hasta cuatro personas le ofrecen pañuelos de papel. A mí me ofrecen un chicle mientras
Sonia me explica que Schiele y que el Fluxus. Se retiran otros diez. El sonido del show, ahora, se compone de gemidos, alaridos y gritos histriónicos de mujer, a un volumen muy alto. Me siento como si viera a mi abuela atracar un banco disparando mandarinas, me río para mis adentros y deseo que el sinsentido se alargue toda la noche, sobre todo porque el público que ha llegado al pan 14 ya no sabe dónde meterse. Ah, me encanta estar ahí.
-Son cuarenta y ocho –me dice el de detrás.
-¡¿Cuarenta y ocho?! ¿Cómo lo sabes? –me intereso sin quitarle ojo al cuadro y reprimiendo las ganas de llevarme los dedos a la boca para silbar.
-Porque acabo de volver con ella de la panadería –me contesta, y nos reímos juntos.
Pero, para mi desgracia, Irene se para en el 26 y se lía a escribir frases de la Biblia hasta que llega abajo. Un salpicón de pintura oscura sobre los panes da por terminada la obra, y sólo entonces la chica retira con decisión, de una en una, las telas negras que ocultan el resto de cuadros de la exposición. Gran aplauso. Irene abraza a su novia
deejay y sonríe ampliamente mirando al suelo. En realidad nadie ha entendido nada, pero eso es lo de menos. La mayor ventaja de ver a alguien haciendo exactamente lo que le apetece es que el resultado siempre es incomparable, perfecto en sí mismo. Y es como si en toda la tierra no existiera nada más.
-Tía, los tienes cuadrados -le digo más tarde.
-Calla, que me duele mucho el brazo.